Cuando eras un bebé y gateabas, seguro que te metías en la boca todo lo que pillabas a tu paso.
No importaba si era una galleta, una bola de Navidad, un gel de ducha o la comida del perro.
Estabas en fase inconsciente, no sabías qué hacías y da igual si tus padres se vigilaban o no: como se descuidasen y te quedases solo, arrasabas con lo que encontrabas.
Pasan los años y llegas a la adolescencia:
En vez de saborear el detergente, vas al supermercado y llenas tu despensa de refrescos y patatas fritas.
Cuando vas al fútbol o a un concierto con tus amigas, le compras al chino las cervezas al grito de: “Balato balato”.
Poco a poco, puede que tu estómago te juegue malas patadas y tras cada resaca entras en la fase de consciente del problema.
Unos años después, aunque de vez en cuando compras Doritos, te haces consciente de que la industria alimentaria pone trampas a tu paso.
Te das cuenta de que en el pasillo de detergentes hay (casi) tanta comida como en el de bollería industrial y empiezas a leer etiquetas.
Ahí entras en la fase de consciente de la solución.
Esta fase de convertirte en realfooder, tiene un problema:
Al leer las etiquetas, ves que el jamón york quizás no sea jamón ni sea de York, que la mayoría del chocolate negro es de todo menos negro y que a la verdura le echan pesticidad.
La mayoría de personas permanecen en ese ruido, despistados por la confusión aparente, y solamente unos pocos avanzan de fase:
Si su salud es una prioridad para ellos y se lo pueden permitir, no se la juegan y van al mercado o a la tienda ecológica.
Son personas selectas y de buen paladar: si quieren pescado, compran merluza del pincho en la pescadería; si quieren carne, compran un buen entrecot.
Ellas no escatiman, quieren producto de primera calidad porque saben que si no pagan el precio hoy, quizás lo paguen mañana.
Si ya has pasado la fase de las etiquetas y estás entrando en el mercado, te espero al fondo donde pone “frutas y verduras”.
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