La primera vez que viajé a Omán fue el 11 de noviembre de 2017.
Entré en la multinacional un lunes y el domingo estaba cogiendo un vuelo a Doha, de ahí a Muscat (la capital de Omán) y de ahí al pueblucho donde construían el aeropuerto.
Teniendo en cuenta que nunca había salido de Europa, el contraste de verme de repente solo en medio del desierto rodeado de peña con túnica y turbante y sin hablar el mismo idioma, fue duro para mi cabeza.
Me sentía inseguro, como si no pintase nada allí: imagina un pelirrojo afeitado entre musulmanes con la barba hasta abajo, ni Picasso habría pintado un cuadro así.
Para más inri, coincidía que el cumple del Sultán de Omán era el 18 de noviembre (igual que el mío, cosas de ricos) y la semana anterior había un control policial cada 500 metros.
Imagínate a mí en el coche con un indio al que acababa de conocer y encontrándome cada dos por tres a policías armados hasta arriba que NO sabían inglés (y yo de árabe solo sabía “Alá” y “Salamahlekum”, no muy útil).
Omán es un país muy seguro (eso que linda con Yemen) y la gente es maja, pero las pasé canutas porque yo me sentía con miedo.
Cuando toqué pie en Madrid-Barajas, respiré profundo de estar a salvo «de nuevo».
Volví siete veces más en los siguientes doce meses y allí no había mucho que hacer, pero siempre hay momentos de los que puedes disfrutar.
Mis compañeros de trabajo españoles eran fabulosos como personas y como profesionales, aún no sé cómo aguantaban a alguien tan trenco (¿se entiende “trenco”? Zopenco, inútil, …) como yo a su lado allí.
No es que ellos pudiesen elegir, pero tuvieron más paciencia que un santo conmigo.
Los pakistaníes e indios con los que trabajaba en la obra eran fabulosos también, siempre con una sonrisa y con ganas de ayudar.
Además, me llamaban “Sir” (y no por mi pinta de inglés) que eso siempre mola.
Pero yo me sentía tan incómodo e inseguro que estaba casi siempre amargado allí, conmigo mismo y con los demás.
(Ahora probablemente lo afrontaría de otra forma, pero de aquellas mi empatía era nivel subsuelo y no era muy listo)
No fue hasta el penúltimo viaje y a raíz de un par de situaciones y vivencias que me hicieron clic, que tiré mi eneatipo seis por los suelos.
Empecé a sentirme cómodo y seguro, de repente cambié el chip.
Me dio mucha pena volver la última vez a España y darme cuenta de que no iba a volver a ver a aquellos pakistaníes ni de pasar tiempo con mis compañeros españoles que me habían tratado tan bien.
Pero ya no había marcha atrás, aquellas experiencias no iban a volver.
A veces cuando te das cuenta de lo que no hiciste antes por ignorancia o por miedo, ya es tarde.
Por si no quieres arrepentirte, suscríbete a mi newsletter de copywriting y ventas para recibir un email a diario de esos que te encanta leer: